El caso Odebrecht está siendo calificado, no sin razón, de “sismo”, “cataclismo” y “terremoto” para la débil de­mocracia peruana. El tema se ancló en el quehacer po­lítico, mediático y en nuestra vida cotidiana, y es muy probable que el 2017 esté marcado por él. La corrup­ción, como refieren los analistas políticos, es estructural en nuestro país y, según Alfonso Quiroz, su costo ha sido “alto o muy alto, pese a las variaciones cíclicas”. ¿Esta­mos condenados a repetirla en un ciclo sin fin?

Este sismo, que puede sepultar a muchos altos diri­gentes del país, ocurre cuando se está desarrollando un proceso de reforma universitaria. En este escenario es legítimo y urgente preguntarse qué tipo de sociedad queremos, qué perfil de profesionales deseamos formar para dicha sociedad y, por ende, qué modelo universita­rio responde mejor a ese perfil.

De ese modo, la necesaria supervisión de las universida­des no se agotaría en pequeños detalles de forma, sino que apuntaría a lo esencial: la calidad de la formación de las nuevas dirigencias sociales, es decir, de quienes ocuparán puestos estratégicos en el Estado, en la socie­dad o en la empresa y que marcarán el rumbo del país.

Necesitamos funcionarios, empresarios y dirigentes so­ciales capaces de hacer frente a este mal endémico que corroe nuestro país desde hace siglos. No es una qui­mera: hay muchas personas que deciden desenvolverse profesionalmente con decencia, dignidad y honestidad en el Perú. A algunos, incluso, les ha costado la vida.

Desde esa perspectiva, hay que cuestionar a las univer­sidades-negocio que no tienen más horizonte que sus propios bolsillos. También a los padres de familia y es­tudiantes que solo buscan un cartón que habilite a un empleo. Más allá de si estas universidades cumplen los requisitos reglamentarios (suelen hacerlo sin demasia­da dificultad), su propia existencia va contra la esencia misma de todo sistema educativo: la educación es, ante todo, un bien social. No una mercancía.

Debemos aspirar a universidades capaces de formar ciudadanos comprometidos con la sociedad en la que viven. Es insuficiente proponerse como objetivo solo la competencia profesional; esta puede terminar enfoca­da en el éxito personal. La formación profesional debe incluir un componente ético fundamental sin el cual no hay ciudadanía posible.

La corrupción no es solo una cuestión de valores indi­viduales. Ella tiene un impacto económico (se acaba de anunciar una menor proyección de crecimiento este año por el caso Odebrecht) y social (debilita nuestra ya po­bre institucionalidad). Si nuestras universidades no for­man ciudadanos, difícilmente podremos aspirar a una sociedad sostenible. La reacción ante este terremoto ético debe ser, pues, la construcción de universidades formadoras en ciudadanía y el Estado, desde sus están­dares de calidad, debe asegurar que ello ocurra.

Por: Ernesto Cavassa


Source: Diario El Sol