Por: Carmen McEvoy

“Lo más pavoroso de esta ola de maltrato infantil es que ocurre, en ciertos casos, en el hogar. Siendo el perpetrador un pariente cercano o incluso el padre”.

Hace unos días, el cuerpo de una niña de 11 años fue hallado carbonizado en San Juan de Lurigancho. La menor –cuyo asesino ha sido capturado y confesó el crimen– estaba desnuda con las piernas flexionadas hacia el vientre. Su nombre era Jimena y la última vez que su padre la vio con vida iba camino a la comisaría del distrito donde asistía a un curso de vacaciones útiles. La niña, que fue violada y luego estrangulada, estaba feliz con sus clases de manualidades y muy ilusionada por iniciar próximamente el sexto grado de primaria. Volvemos a ser testigos impotentes de una nueva atrocidad cuando todavía no nos recuperamos de la terrible historia de una niña de 9 años que la semana pasada dio a luz en un hospital en Tacna tras haber sido violada, presuntamente por su padre, en Puno.

Todo esto nos remite a un patrón de comportamiento que se viene repitiendo en el país, y que consiste en una cadena de violaciones, de niñas-madres abandonadas a su suerte y, en los casos más extremos, de cuerpos femeninos tirados en descampados sin el menor respeto por su dignidad humana. Una epidemia de cruel­dad extrema se ha apoderado del Perú y no respeta la inocencia y mucho menos la vulnerabilidad de nuestra niñez.

Aún recuerdo con tristeza el horrible crimen de Pierina, que en el 2011 fue torturada por su madre hasta acabar con su vida. Tenía solo 9 años. El ensañamiento contra niños inocentes (acabo de leer el caso de un padre que apaleó a su hija en Villa El Salvador) muestra que algo muy grave nos está ocurriendo como sociedad. Porque lo más pavoroso de esta ola de maltrato infantil es que ocurre, en ciertos casos, en el hogar. Siendo el perpetrador un pariente cercano o incluso el padre apoyado, como habría sido el caso de la niña violada en Puno, por la madre. Una cómplice que no solo encubrió la violación de su hija, sino que autorizó la continuación de un embarazo que dejará un daño profundo en el cuerpo y alma de un angelito que debería estar jugando y no ama­mantando a otra víctima como ella.

Hace algunas décadas, Víctor Andrés Belaunde escribió un ex­traordinario ensayo sobre la envidia, a la cual consideraba nues­tra enfermedad nacional. Pienso que sería interesante explorar el tema de la crueldad, que obviamente no es privilegio de los peruanos pero que, al igual que la corrupción y la impunidad, va ganando presencia en nuestra sociedad. Desde los linchamientos públicos en las redes sociales hasta el maltrato físico y psicológico que parece reinar en muchos hogares –sin olvidar los crímenes de niñas y mujeres inocentes– la crueldad va dejando un reguero de víctimas a su paso.

De acuerdo con el perfil psicológico del asesino de Jimena, este es un psicópata sexual, con trastorno de personalidad, cínico y que desprecia la vida. A pesar de ello, y de dos violaciones denuncia­das, este individuo andaba suelto en plaza rondando incluso una comisaría a la espera de una nueva víctima. La crueldad, cuyo núcleo dispositivo es “la encerrona trágica” –que sufren decenas de niñas peruanas acorraladas y vejadas– es el fracaso de la ter­nura y la empatía, señala el psicoanalista Fernando Ulloa. Hay una estética de la crueldad en la televisión, el cine, las redes sociales e incluso los titulares de los periódicos que no dejan de contarnos historias macabras como la del hombre asesinado y enterrado en la azotea de su casa.

La ternura, por otro lado, es lo antitético de la crueldad. Y aun­que algunos piensan que es un sentimiento leve, es un formidable dispositivo para tiempos donde, de acuerdo con Ulloa, es necesa­rio estructurar la condición ética del sujeto. La doctora Elisabeth Kübler-Ross, que acompañó a miles de enfermos terminales en su tránsito hacia la muerte, cuenta que los recuerdos que más nos acompañan al final de nuestra vida tienen que ver con palabras de gratitud, caricias, miradas, un adiós, un reencuentro, un gracias, un perdón, un te quiero o un acto de generosidad inesperado. Son esos instantes los que al parecer quedan grabados en la memoria gracias al enorme poder de la ternura. La nobleza humana, re­velada en pequeños detalles cotidianos, logra fijarse como huella indeleble en nuestra psique.

¿Contamos con la ternura suficiente para reaccionar y revertir la crueldad que corroe a nuestra nación? Más allá de la obvia respon­sabilidad del Estado que es enorme y debemos demandar, ¿será posible iniciar una cruzada ciudadana por la niñez del Perú? Una en la que todos brindemos nuestro grano de arena como mentores y generadores de recuerdos felices para tantos niños que necesitan tiempo, afecto y esperanza para salir adelante.

En estos tiempos en los que cunde la desilusión, hay muchos que ya lo hacen. Constructores de esperanza como Luis Vásquez, el médico pediatra que a sus 80 años dirige un hospital para niños manejado por voluntarios en el corazón de Moyobamba. Esfuerzos infatigables por labrar una niñez feliz –como Helena van Enge­len de la Fundación Niños del Arco Iris o las orquestas infantiles y juveniles promocionadas por Juan Diego Flórez– evidencian un activismo que transforma las vidas de centenares de niños. No sé si peco de optimismo, pero pienso que la experiencia profunda de volver a creer en nuestra parte sana puede ayudarnos a navegar por aguas turbulentas, sacando de un compromiso tangible con la infancia las fuerzas necesarias para construir el país que todos queremos y que está en nuestras manos conseguir. (elcomercio.pe)


Source: El Sol